martes, 7 de junio de 2011

“La Metamorfosis”, ensayo.


“La Metamorfosis”, ensayo.
Theodor Wiesengrund Adorno dijo alguna vez que “aquel sobre quien han pasado las ruedas de Kafka ha perdido para siempre toda paz con el mundo”, y yo pienso que hay una sabia interpretación en estas palabras, algo así como una síntesis de todo lo que podría decirse acerca de ese escritor que, en palabras de Borges, es un clásico del atormentado siglo XX. Leer a Kafka, por primera vez, tiene el carácter de un rito iniciático, porque con él se descubre una máquina literaria sin precedentes; y, del mismo modo, es poco factible que después de leerlo, no se vuelva a él reiteradamente, con las ansias del hombre que ha descubierto un placer o una verdad de los que ahora no logra desligarse.

 Precisamente, Die VerwandlungLa Metamorfosis- (1915) encuentra su destino, como bien lo hace notar Albert Camus, en “admitir cualquier posibilidad y no satisfacer ninguna”; se trata de un cuento en el que no hay problema en aceptar de entrada un suceso escabroso, patético, aun cuando de esta aceptación no devenga la tranquilidad.

La Metamorfosis cuenta la historia de Gregorio Samsa, un pasante de comercio que vuelve al apartamento en donde viven sus padres y hermana, en la Charlottestrasse de Praga. Es una estadía bastante breve, puesto que debe reiniciar su rutina de viajante; sin embargo, la mañana después de su regreso, Samsa despierta convertido en un monstruoso insecto; observa cómo sus patas se agitan desordenadamente por el aire, mientras su vientre convexo no le permite ladearse como de costumbre. Empero, la situación no causa en él una alarma particular, sólo le inquieta el hecho de que su ausencia despertará la molestia de su jefe.

Convencido de que todo es producto de su imaginación, intenta dormirse de nuevo, pero sus padres, extrañados de que no haya marchado aún, empiezan a inquirirlo desde la puerta del cuarto. En vano intenta Gregorio persuadirlos de que todo marcha bien, de que su demora se debe a una “ligera indisposición”. Además, de la oficina ha llegado el principal para enterarse de lo que sucede; así pues, como no hay forma de convencerlos con sus palabras –que a la sazón suenan irreconocibles-, abre la puerta del cuarto con su mandíbula y se presenta allí, frente a todos, mostrando su asqueroso aspecto. El principal sale corriendo de la casa, su madre se desmaya, y Samsa se repliega de nuevo en la habitación, atemorizado por los golpes que le propina su padre.

A partir de entonces, la situación, absurda en sí misma, se tornará todavía más irracional: “ahí está el hijo y hermano, sumido en una transformación monstruosa que debía haberles hecho salir corriendo a la calle a pedir auxilio con gritos y lágrimas expresando una salvaje compasión; sin embargo, hay tenemos a los tres filisteos –padres y hermana-, tomándose el problema con toda tranquilidad”, acostumbrándose a la situación, decidiendo guardar silencio. Su hermana empezará a ocuparse de la comida de Gregorio, y de mantener el orden en su cuarto; sus padres, que ahora no cuentan con el dinero proporcionado por el joven Samsa, deben procurarse algún empleo.

Y de este modo pasan varios meses, a lo largo de los cuales empieza a pesar cada vez más sobre Gregorio su condición de escarabajo; paulatinamente domina el movimiento de sus patas, la escalada por las paredes, etcétera; su metamorfosis se va haciendo más compleja. Cierto día, Grete –que así se llama la hermana de Gregorio-, decide retirar del cuarto de su hermano todos los muebles que le impiden desplazarse con facilidad; y aunque dicha tarea pueda considerarse un acto de cortesía en las actuales condiciones de Gregorio, tanto él como su madre, lo intuyen una fórmula de resignación, la aceptación de que su “enfermedad” es irremediable, y que el hombre bajo el caparazón de aquel insecto no volverá a verse.

Esa misma tarde sucede que Gregorio, decidido a no permitir que se lleven de su cuarto un cuadro que él mismo ha tallado, se cuelga de la pared, cubriéndolo, dejándose a la vista inevitable de la madre, quien al verlo, nuevamente se desmaya. La casa entra en conmoción, y cuando llega el padre, descubre a Gregorio fuera de su cuarto, por lo cual, empieza a proferir contra él toda clase de amenazas, y a lanzar contra su cuerpo manzanas, una de las cuales, cala en lo profundo de su espalda. Abandonado a su suerte (con una hermana que ahora lo odia abiertamente, una madre que no se atreve por ella misma a acercársele, y un padre intimidante y lejano), amén de una herida que se irá pudriendo con los días, Gregorio se aislará por completo.

La última jornada transcurre la noche en que, invitada por los tres inquilinos que ahora viven en la casa –sin saber lo que se esconde tras una de sus puertas-, Grete se decide a tocar el violín; la música llegará directamente a Samsa –quien antes proyectara enviar a su hermana a un conservatorio-; lo atrae tanto que, sin medir las consecuencias, sale de su habitación, poniéndose a la vista de todos; y tal y como sucediera en la escena con el principal, los inquilinos se encierran en su cuarto, sorprendidos por el engaño del que fueron “víctimas”, al tiempo que su madre torna a desmayarse, y padre y hermana se lamentan de su suerte, coincidiendo en su ánimo de deshacerse de Gregorio.

La metamorfosis de Gregorio Samsa

La noción de metamorfosis que maneja Franz Kafka en este cuento es harto complicada. Es decir, no se reduce a que un hombre amanezca cierta mañana convertido en insecto, y a partir de entonces tenga que arreglárselas como pueda. Incluso, en los momentos de la historia en donde el lector está más convencido de la existencia de ese monstruo del tamaño de un perro, no deja de sentir que detrás de su coraza pervive un hombre y, más aún, un hombre atormentado. Sólo así pueden comprenderse las palabras de Nabokov, cuando afirma: “el arte de Kafka consiste en acumular, por un lado, los rasgos de insecto de Gregorio, todos los detalles dolorosos de su disfraz de insecto y, por otro, en mantener viva y limpia ante los ojos del lector la imagen dulce y delicada de Gregorio”.

A mi modo de ver, existen en la novela dos planos que permiten el estudio de la metamorfosis como fenómeno: uno temporal y otro ontológico. El primero se analiza mucho más fácil; consiste simplemente en identificar una serie de hechos que, organizados en cadena, señalan un continuo en la transformación de Samsa. En otras palabras, a pesar de que la mutación corporal del personaje (de hombre a insecto) ocurre de forma inmediata, no sucede lo mismo con la interiorización de esa condición por parte de Gregorio, ya que esta sí requiere de un proceso en el que se superen ciertos estadios claves.

Pensemos, por ejemplo, en la escena en que despierta Gregorio y se descubre a él mismo metamorfoseado en insecto. Observa sus patas y cuerpo, pero aun así, aun cuando su realidad le señala un cambio evidente, sigue pensando del modo como lo haría un ser humano; por tal razón, su reacción, en ese primer momento, no tienen el cariz de miedo, sino el de preocupación, por no poder cumplir como de cotidiano, con su trabajo de pasante. Algo similar sucede cuando, en vez de inquietarse por su aspecto, Samsa empieza a repasar las comodidades que ha podido procurarle a su familia, las dificultades en las que se verán sus padres si no pudiese seguir trabajando, o los deseos de ver a su hermana en el conservatorio. Todas estas cuestiones son sustancialmente humanas.

Los primeros sucesos que instan a Gregorio a su reconocimiento como insecto siguen un orden: en primer lugar, descubre que, en sus nuevas condiciones, le es imposible permanecer en ciertas posturas, ya no podrá dormir de lado como tanto le gusta; por otra parte, no logra controlar el revoloteo de sus patas, éstas exigen un dominio especial para el cual debe ejercitarse; además, su voz se ha tornado inaudita, chillona (poco o poco renunciará a utilizarla, resignándose al mutismo de los insectos); finalmente, la comida le revela nuevos gustos, ya no prefiere la leche azucarada, sino las legumbres y el queso.

Una vez el absurdo de la situación es asumido por la familia de Gregorio y por él mismo, el carácter de escarabajo gana territorio con respecto al de hombre: consigue acomodarse debajo del sofá, en busca de la sombra que corrientemente prefieren los insectos; aprende a trepar por las paredes con habilidad; y adiestra de forma envidiable su mandíbula y patas. Mas, con todo, siempre hay algo que lo retrotrae a su dolor humano; ahí está, por citar un caso, la escena en que madre y hermana retiran los muebles de su cuarto: “su naturaleza de escarabajo le sugiere que una habitación vacía y con las paredes denudas será más cómoda de recorrer (…) pero la voz de su madre le recuerda su naturaleza y origen humanos”.

Es este dilema existencial al que constantemente se ve abocado Gregorio Samsa el que sustenta la idea de que la metamorfosis no es un simple proceso temporal, sino también una cuestión de tipo ontológico. El protagonista del cuento debe resolver el problema de su ser, definirse con relación a los otros, y encontrar el sentido de su vida. El inconveniente, para él, es que su ser fluctúa entre dos realidades, esto es, que su ser es una disputa constante, un espacio en donde se evidencian renuncias, descubrimientos y culpas. Como Gregorio no totaliza en un sola existencia esta doble perspectiva, y tampoco puede ya ser enteramente hombre o enteramente insecto, se ve condenado a ser una fusión absurda.

Está claro que aquí opera de modo ejemplar la mano de Kafka: no quiere dejarnos con la idea de que Samsa en realidad es un insecto, pero tampoco está dispuesto a hacernos creer que hay un simple caparazón sobre Gregorio-hombre. Por demás, el problema no es sólo esta falta de decisión respecto de lo que es Gregorio, sino también el complejo mundo de sutilezas que se teje a su alrededor: Samsa se siente culpable por todo el sufrimiento que su situación despierta en la familia, sobretodo, en su madre; sabe que postrándose en su cuarto condenará la economía de los suyos, el pago de las deudas y; lo que resulta peor, que sólo por él ya no existe la posibilidad para ninguno de ellos de tener una vida normal y tranquila.

Hacia una interpretación del absurdo

En La Metamorfosis y, en general, en la obra de Kafka, el absurdo desempeña un papel estructurante. Sin embargo, lo curioso del absurdo kafkiano es que no choca contra los marcos racionales (morales o sociales), sino que, antes bien, aquello que estaría llamado en la historia a restituir el orden, profundiza más lo irracional. Piénsese que lo realmente absurdo, por ejemplo, en este cuento, deja de ser la patética situación de Gregorio Samsa, para pasar a ser la naturalidad con que la asume él mismo y, especialmente, su familia. Es inconcebible que alguien pueda amanecer con seis patas revoloteando por los aires –eso parece una de las pesadillas de Russell-, pero más inverosímil resulta que yo pueda aceptarlo y empezar a vivir de esta forma, sin buscar ayuda.

Es obvio que aceptar una situación absurda requiere de ciertas estrategias de convencimiento; lo inaudito hace esforzar nuestra capacidad de argüir respuestas. Gregorio piensa que cerrando los ojos dejará de verse como insecto: “debe ser una de esas fantasías que uno tiene cuando no hay continuidad en el horario del sueño”, concluye. Por su parte, la familia considera que todo lo ocurrido es producto de alguna extraña enfermedad, y que lo más posible es que ésta desaparezca con el tiempo, con lo cual todo regresará a la normalidad. Pero como ni lo uno ni lo otro llega a ser verdadero, se esperaría una decisión categórica por parte de alguien, no la resignación y el ensimismamiento en el que van cayendo todos los personajes.

Con todo, en ese modo particular con que se asume el absurdo no hay ningún tipo de placer, es decir, nadie –ni Gregorio ni los otros- deja de comprender que se trata de una respuesta natural a lo que acontece. El aislamiento y la aceptación son caminos que cada uno transita de modo particular: Gregorio, debatiéndose en su doble naturaleza; Grete, decidiendo, sin escuchar a nadie, sobre qué hacer y qué no hacer, respecto de su hermano; la madre, condenada a no poder ver a su hijo sin desmayarse o sentir pánico y; el padre, restituido en su zona de poder, lejos de una palabra de consuelo para lo que afronta Gregorio. De la sorpresa a la repugnancia, y de allí a la resignación, cada integrante de la familia Samsa asume el absurdo como una prueba que debe sortear individualmente.

Estamos en una casa silenciosa, incomunicada; un acontecimiento absurdo ha convertido a sus habitantes en seres ensimismados y temerosos, incapaces de comprender que su propia situación es inconcebible. Sólo la voz de la hermana, al cierre del libro, logra despertar a todos de este fabuloso letargo:
“–Es preciso que se vaya –dijo la hermana-. Este es el único medio, padre. Basta que procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo es, en realidad, el origen de nuestra desgracia. ¿Cómo puede ser esto Gregorio? Si tal fuese, ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es posible que unos seres humanos vivan en comunidad con semejante bicho. Y a él mismo se le habría ocurrido marcharse. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir viviendo, y su memoria perduraría eternamente entre nosotros. Mientras que así, este animal nos persigue, echa a los huéspedes y muestra claramente que quiere apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle” (Pág. 65)
Estas palabras, dichas por quien se ha encargado desde el principio de los cuidados de Gregorio, dejan ver a una mujer cansada, convertida, a lo largo de los sucesos, en la antagonista de su hermano. Y es curioso advertir todavía que esta relación también está signada por el patetismo: Gregorio ama a su hermana más que a sus propios padres, pero es a ella, justamente, a la que le causa más repugnancia; en la joven no se hallan los rasgos de una compañera angustiada por su hermano, alguien que desea acompañarlo en este duro trance, sino una muchacha simplemente deseosa de mostrarse útil ante sus padres.

Sobre la incomunicación

La distancia entre los personajes del cuento, entre su forma personal de asumir la metamorfosis de Gregorio, se encuentra simbolizada en las puertas. A lo largo de la historia estas se abren y se cierran, pero nunca hay un tráfico libre por la casa. Es como si cada personaje decidiera permanecer en su refugio, adjudicándole un uso privativo. Pero aun cuando las puertas de la casa permanezcan cerradas, indiscutiblemente, son los medios para la comunicación entre la familia. Tres puertas dan a la habitación de Gregorio, dos de las cuales dan al cuarto de Grete y a la sala de estar. Pegado a ellas pasa buena parte del día Gregorio enterándose de las discusiones de sus padres, de las decisiones sobre el hogar, etcétera.

Lo interesante es observar la metáfora: la comunicación es posible entre los miembros de la familia Samsa, cada quien está más o menos enterado de lo que sucede al otro, pero ese diálogo no es abierto, está mediado por un muro que nadie está dispuesto a derribar. El horror de verse mutuamente es un riesgo inútil, así que todos prefieren sólo espiarse, intuirse. Y es que ya se ve el costo de abrir las puertas: primero, la escena en que Gregorio abre la suya, utilizando únicamente su mandíbula, destrozándola, y todo para que su familia grite de espanto ante su contemplación; o luego, las varias escenas en las que la hermana abre la puerta de Gregorio, para entrar a limpiar y dejar la comida, pero sin la mínima intención de verlo.

Afirma Nabokov al respecto: “La hermana se ha convertido en franca antagonista del hermano. Puede que le quisiese en otro tiempo; pero ahora le mira con desagrado e irritación. La señora Samsa lucha con su asma y sus emociones. Es una madre bastante maquinal, con un amor maquinal por su hijo; pero no tardamos en comprobar que ella también está dispuesta a abandonarle. El padre (…) ha llegado en cierto modo a la cima de la fuerza y la brutalidad. Desde el principio mismo estaba deseoso de herir físicamente a su hijo desvalido”. Como se ve, aunque todos en la casa viven su propio tormento, es, principalmente, Gregorio el que sufre las peores consecuencias porque, mientras los otros, todavía pueden reunirse para planear su futuro, él cae en el más humillante de los olvidos.

La carga emocional es aquí sumamente fuerte: Gregorio Samsa es un ser desdichado; no comprende por qué causa se encuentra como está y, sin embargo, se siente culpable por ello, nada más patético. Hasta cierto punto comprende el desprecio de su familia, sabe que su condición le ha echado una maldición encima, pero no puede hacer nada para remediarlo, al menos no algo distinto a dejarse ser, a sobrevivir. Este es uno de los llamados de Kafka: a pesar de lo absurdo que resultan ciertas condiciones, de lo increíble que nos parezcan, no movemos un solo dedo para intentar corregirlas, ni siquiera para buscar comprenderlas; al contrario, las asumimos como dadas y, con la mirada al frente, continuamos como si no hubiese cambiado nada en absoluto.

De no ser por la escena del violín que desata el final del cuento, esta historia estaría destinada a extenderse indefinidamente; a ser, por un lado, un absurdo creciente y, por otro, una elegía a la incomunicación. Todos los recursos de Kafka después del clímax de su cuento, se dirigen en este sentido: Gregorio ha caído en el olvido; padres y hermana trabajan durante el día, y en la noche permanecen silenciosos; el cuarto de Samsa está ahora poblado de cachivaches y muebles, de todo lo inservible de la casa, es decir, ha sido tácitamente condenado a la inmovilidad:
“La hermana no se preocupaba ya de idear lo que más había de agradarle; antes de marchar a su trabajo, por la mañana y por la tarde, empujaba con el pie cualquier comida en el interior del cuarto y, luego, al regresar, sin fijarse siquiera si Gregorio había probado la comida –lo cual era lo más frecuente- o si ni siquiera la había tocado, recogía los restos de un escobazo. El arreglo de la habitación, que siempre tenía lugar en la noche, no podía ser así mismo más rápido. Las paredes estaban cubiertas de mugre, y el polvo y la basura amontonábanse en los rincones (…) En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba precisamente en el rincón en que la porquería le resultaba más patente. Pero ahora podía haber permanecido allí semanas enteras sin que por ello la hermana se hubiese aplicado más, pues veía la porquería tan bien como él, pero estaba, por lo visto, decidida a dejarla” (Pág. 55)
De tal suerte, al final de la obra, parece haber una inversión en el carácter de los personajes: si al principio, Gregorio, por su sola condición metamorfoseada, despierta un inevitable asco o, a lo sumo, una compasión hiriente, es el final del cuento –cuando se empieza a advertir el antagonismo de la hermana y el olvido de sus padres- el momento para ratificar esa condición anti-humana que prevalece en los que aparentan ser hombres (su familia). En otras palabras, Gregorio no nos ha permitido olvidar que tiene cualidades humanas, su drama, en sí mismo, puede explicarse como una “lucha trágica” por salir del absurdo que le rodea, e “incorporarse” al mundo de los hombres; en cambio, ellos, su familia, han hecho todo lo posible para ganarse el título de insectos.
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