martes, 16 de octubre de 2012

"Elementos borgianos"


Elementos borgianos
El libro
El libro, como el laberinto, la biblioteca o el jardín, es un ovillo que se va deshaciendo, un camino en el que encontramos senderos que se bifurcan, destinos posibles por los que transitamos mediante la imaginación y es justo en esa posibilidad de vivir otras vidas donde Borges encuentra una de las mayores fuentes de felicidad que les fue dado disfrutar a los seres humanos, concepto lúdico de la lectura que retoma de Montaigne. El libro es un objeto de culto que vino a reemplazar a la palabra oral, alada fluida y liviana, como lo fue para Platón. Para los antiguos, la palabra escrita era duradera, pero muerta. No para Borges, que siente que el libro es una obra divina, algo que se lee para la memoria y nos ofrece un universo vivo cada vez que abrimos sus páginas. Su cercanía, su textura, su olor a tiempo ejerce sobre él un poderoso influjo. Los libros que él escribe, y los que lee, son una extensión de su ser, no saben que existe, pero lo expresan en sus páginas.
La biblioteca
Como el solitario habitante de Babel, Borges vivió rodeado de libros. Y es que el universo para él es una biblioteca compuesta de un número indefinido e infinito de libros, de galerías hexagonales. El universo no es más que libros que remiten a otros libros, letra sobre letra, discursos que se tejen y constituyen la materia del ser. Prisionero entre los anaqueles, el lector se pierde dentro de ese laberinto, preguntándose si en verdad el mundo existe más allá de esos muros o es apenas una extensión dudosa de la que sólo se tiene una cifra, el número de libros de cada anaquel. Obra del azar o de demiurgos malévolos, el hombre es un bibliotecario imperfecto. En cambio, ese universo de anaqueles con sus enigmáticos tomos y sus infatigables escalones, sólo puede ser obra de un Dios.
El Aleph
Ese Aleph que Borges encuentra en la calle Garay llega a enloquecer y a matar a la persona que tiene el privilegio de verlo. Es un pequeño espejo, una esfera a través de la cual percibimos ese infinito del que no podemos dar cuenta mediante un elemento finito como el lenguaje. El descenso al sótano es entonces algo tan siniestro y extraordinario como insoportable, pues el incesante pasar de las imágenes y la percepción simultánea de diversas dimensiones del universo sobrepasa la humana condición. No sabemos si El Aleph sirvió para paliar su mal de amores. El cuento, dedicado a Estela Canto, su novia de entonces, que había impuesto, al parecer unas condiciones difíciles para él, conjura una de las obsesiones de Borges, la escisión entre el amor carnal y el amor etéreo, que como en un juego de espejos fluye en una interminable secuencia de tiempos y espacios. Puede pensarse que el descenso al sótano, como sugiere algún crítico, evoca escenas de la Divina Comedia y el romántico Borges, como Dante, baja a rescatar a Beatriz que lo espera en el infierno.
El tigre
¿Envió Dios a los rebeldes un cordero o un tigre? Ésa es la pregunta que Harold Bloom se hace ante El Tigre que en las Canciones de inocencia y de experiencia incluye William Blake. Borges escoge al tigre de fuego de las Canciones y no al pobre tigre andrajoso, desaliñado y triste del dibujo con el que Blake acompaña su poema. El tigre del dibujo no interesa a Borges, porque es un tigre que simboliza la realidad cotidiana. Le interesa el tigre de oro, el tigre metáfora de un sol encarcelado, el tigre metáfora de Draupnir que engendra la crueldad de lo eterno. A la ceguera del tiempo sólo le es permitido un color: el del oro de los tigres, de los ponientes, de los mediodías gloriosos, de los cabellos dorados que cantan los grandes poemas de amor, esos grandes poemas de amor que también son este poema.
La brújula
La brújula y la muerte, la brújula y el misterio del mundo, la orientación en los entresijos del destino. Alguien o algo escribe cada día el guión de la existencia, de la vida de los hombres, desde Roma o Cartago hasta hoy mismo. Y en el centro el enigma, el azar, la discordia de Babel.
Una explicación literaria de los misterios del mundo necesita de la apoyatura fenomenológica: la esencia permanece detrás de las apariencias, detrás del nombre está su «más allá», lo que no se nombra, y la brújula nos ofrece el instante en que puede entreverse esa dirección, ese sentido. En el papel, la brújula marca los puntos cardinales del artificio, los confines del arte.
Las monedas
«El libro de los libros» es también el libro, un libro en el que lo sagrado y lo profano se confunden. Las monedas dictan el destino de los hombres: el destino del amor divino, pero también humano; el destino de la traición miserablemente recompensada, el peso de la culpabilidad. ¿Quién tensa el arco y dispara sin recordar que lo ha tensado y disparado muchas veces antes? ¿Un soldado de oro? ¿El arquero pintado en aquel vaso oriental? ¿El guerrero que acompaña al libertador uruguayo, al «treinta y tres caballero oriental»? ¡Quién sabe! Las monedas caen sobre la mesa y el destino de los hombres queda irremediablemente escrito en su dibujo.
El puñal
Otra vez la sincera intimidad con los objetos. La fascinación que produce en Borges su ausencia de vida, que es por otra parte la medida de su grandeza, la condición de su inmortalidad. Pero el puñal es algo más también: es el mensajero de la muerte, el ariete incansable de la historia humana, tanto en sus grandezas como en sus traiciones. Un puñal son todos los puñales, desde aquellos que abatieron a César hasta estos otros que empuñan, temerosos, los rufianes en los arrabales de las grandes ciudades. Mas !qué inutilidad, qué sinsentido el del puñal abandonado en el cajón del escritorio sin una mano que le transfunda su sangre criminal!
El laberinto
Todo ser vive en un oscuro laberinto y todo ser espera la embestida de un temible Acteón. Todo ser espera y busca su Ariadna para alimentar la esperanza del regreso y la felicidad en el caso de una victoria sobre la fiera del destino. Ésa es la idea rara que nos provoca el espejo, la perplejidad, y que nos construye la literatura. Y el juego de esa idea. Porque la literatura es también un «maze viviente» , un laberinto de juguete, un laberinto artificial. El resultado de un libro que se mira en el espejo de otro libro y éste en el siguiente y así incesantemente hasta el final de los tiempos, o ¿hasta el comienzo? Porque nada existe, nada debe esperarse, ni siquiera la embestida de la fiera del arte o la inmortalidad. Tampoco vendrá nunca ningún Teseo, nadie nos liberará de esta condena.
Las cosas
«Nadie como Borges ha intimado tanto con las cosas», nos señala Guillermo Sucre en su clásico Borges, el poeta. Y sobre todo en la medida en que la ceguera del cuerpo y la ceguera del tiempo le amenazan. Así, en este poema, que el libro de Sucre no conoció, se condensa su pasión por las cosas, por estas varias cosas: las monedas que los antiguos griegos debían llevar al morir bajo la lengua para ser recibidos en el paraíso, los naipes, los arcanos, el destino cifrado de la vida que se juega también en los tableros, las llaves, las llaves que abren cerraduras de puertas, de días, de años, que son la misma puerta el mismo día, el mismo año, la misma casa que es igual a todas las casas que se abren con la misma llave. Ciegas y eternas no sabrán nunca que Borges se ha ido, no podrán verlo sentado, la espalda erguida, el turbante protegiendo su frente del sol, fumando ante su tienda levantada en mitad del desierto.
Las cosas
«Nadie como Borges ha intimado tanto con las cosas», nos señala Guillermo Sucre en su clásico Borges, el poeta. Y sobre todo en la medida en que la ceguera del cuerpo y la ceguera del tiempo le amenazan. Así, en este poema, que el libro de Sucre no conoció, se condensa su pasión por las cosas, por estas varias cosas: las monedas que los antiguos griegos debían llevar al morir bajo la lengua para ser recibidos en el paraíso, los naipes, los arcanos, el destino cifrado de la vida que se juega también en los tableros, las llaves, las llaves que abren cerraduras de puertas, de días, de años, que son la misma puerta el mismo día, el mismo año, la misma casa que es igual a todas las casas que se abren con la misma llave. Ciegas y eternas no sabrán nunca que Borges se ha ido, no podrán verlo sentado, la espalda erguida, el turbante protegiendo su frente del sol, fumando ante su tienda levantada en mitad del desierto.
El espejo
El espejo es la mejor metáfora de la poesía, que es siempre otra y la misma, incesantemente. Por eso es también la imagen que produce vértigo que conduce al horror, al pánico. Forman parte de nuestra vida cotidiana, nos hemos acostumbrado a ellos, pero, como señalaba el propio Borges, «hay algo de temible en esa duplicación visual de la realidad». Pero el espejo incesante genera un frenesí de espejos, un «laberinto», «el símbolo más evidente de la perplejidad» y el modelo estructural de la literatura moderna. Una idea rara: efectivamente «la idea de construir un edificio de una arquitectura cuyo fin sea que se pierda la gente y que se pierda el lector...es una idea rara», sin embargo es la idea sobre la que Jorge Luis Borges ha edificado su literatura.
El ajedrez
El juego de los juegos, el juego de la inteligencia que es la metáfora del mundo y su creador. Un juego que quizá nació en la legendaria Atlántida y que ha permanecido hasta nuestros días como el más excelso de los juegos, como un combate capaz de abolir el azar, como el juego infinito. Los antiguos caballeros a los que la crueldad del tiempo y las batallas redujo a sus monturas, negros o blancos, agresivos, marcan el nervio del combate entre los contendientes; los antaño marfiles de los elefantes, hoy sólo alfiles, pálidas sombras de los caballeros desmontados, no saben qué manos son las que gobiernan sus destinos. ¿Y si fuesen dos dioses despóticos y crueles los que diariamente juegan la partida de nuestras vidas? ¿Y si otros dos dioses se mirasen en el espejo de estos dos primeros?¿Y si...?
El reloj de arena
El tiempo, materia deleznable. Pero sobre todo imperfecto en la percepción que los seres humanos podemos tener de él. Sólo existe para nosotros en una delgada línea, en una sucesiva cascada de pequeños granos de arena. «El tiempo transcurriendo en medio de la noche», como diría Tenysson, y como dijo Borges, «el enigma esencial». Porque si supiésemos qué es el tiempo entonces sabríamos qué somos y quiénes somos. Así que, antes que relojeros, constructores de un tiempo más completo, circular, simultáneo, paralelo, mágico, un tiempo literario, creativo. ¿Quién soy? ¿qué soy? ¿qué estoy haciendo?


Conceptos borgianos

La memoria
En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido e imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas.
La muerte
A.—Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos para discutir sin estorbo. Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron. A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
El sueño
[...] sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Tomado de «Las ruinas circulares», en Ficciones, Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 451.

Dios
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar, ocurrió la unión de la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serían, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra.
Tomado de «La escritura de Dios», en El Aleph, Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, págs. 598-599.

La violencia
Una tarde en la vida pareja de ese hombre ocurre un hecho insólito: en la pulpería le notician que ha llegado una carta para él. Don Wenceslao no sabe leer; el pulpero descifra con lentitud una ceremoniosa misiva, que tampoco ha de ser de puño y letra de quien la manda. En representación de unos amigos que saben estimar la destreza y la verdadera serenidad, un desconocido saluda a don Wenceslao, mentas de cuya fama han atravesado el Arroyo del Medio y le ofrece la hospitalidad de su humilde casa, en un pueblo de Santa Fe. Wenceslao Suárez dicta una contestación al pulpero; agradece la fineza, explica que no se anima a dejar sola a su madre, ya muy entrada en años, e invita al otro al Chivilcoy, a su rancho, donde no faltan un asado y unas copas de vino. Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un modo algo distinto al de la región pregunta en la pulpería las señas de la casa de Suárez. Éste, que ha venido a comprar carne, oye la pregunta y le dice quién es; el forastero le recuerda las cartas que se escribieron hace un tiempo. Suárez celebra que el otro se haya decidido a venir, luego se van los dos a un campito y Suárez prepara el asado. Comen y beben y conversan. ¿De qué? Sospecho que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero con atención y prudencia. Han almorzado y el grave calor de la siesta carga sobre la tierra cuando el forastero convida a don Wenceslao a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería una deshonra. Vistean los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda en sentir que el forastero se propone matarlo.
Tomado de Evaristo Carriego, Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, págs. 166-167.
La realidad
He acumulado transcripciones de los apologistas del idealismo, he prodigado sus pasajes canónicos, he sido iterativo y explícito, he censurado a Schopenhauer (no sin ingratitud), para que mi lector vaya penetrando en ese inestable mundo mental. Un mundo de impresiones evanescentes; un mundo sin materia ni espíritu, ni objetivo ni subjetivo; un mundo sin la arquitectura ideal del espacio; un mundo hecho de tiempo, del absoluto tiempo uniforme de los Principia; un laberinto infatigable, un caso, un sueño. A esa casi perfecta disgregación llegó David Hume.
Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible —tal vez inevitable— ir más lejos. Para Hume no es lícito hablar de la forma de la luna o de su color; la forma y el color son la luna; tampoco puede hablarse de las percepciones de la mente, ya que la mente no es otra cosa que una serie de percepciones. El pienso, luego soy cartesiano queda invalidado; decir pienso es postular el yo, es una petición de principio; Lichtenberg, en el siglo XVIII, propuso que en lugar de pienso, dijéramos impersonalmente piensa, como quien dice truena o relampaguea . Lo repito: no hay detrás de las caras un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de esas impresiones errantes.
Tomado de Otras Inquisiciones, Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. II, pág. 139.


La metafísica
En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual que lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual que lo que hay abajo. En el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 («perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores») y 11:12 («el reino de los cielos padece fuerza») para demostrar que la tierra influye sobre el cielo, y a I Corintios 13:12 («vemos ahora por espejo, en oscuridad») para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él.
Tomado de «Los teólogos», en El Aleph, Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, pág. 553.

La eternidad
Desde que Irineo la inauguró, la eternidad cristiana empezó a diferir de la Alejandrina. De ser un mundo aparte se acomodó a ser uno de los diecinueve atributos de la mente de Dios. Librados a la veneración popular, los arquetipos ofrecían el peligro de convertirse en divinidades o en ángeles; no se negó por consiguiente su realidad —siempre mayor que la de las meras criaturas— pero se los redujo a ideas eternas en el Verbo hacedor. A ese concepto de los universalia ante res viene a parar Alberto Magno: los considera eternos y anteriores a las cosas de la Creación, pero sólo a manera de inspiraciones o formas. Cuida muy bien de separarlos de los universalia in rebus, que son las mismas concepciones divinas ya concretadas variamente en el tiempo, y —sobre todo— de los universalia post res, que son las concepciones redescubiertas por el pensamiento inductivo. Las temporales se distinguen de las divinas en que carecen de eficacia creadora, pero no en otra cosa; la sospecha de que las categorías de Dios pueden no ser precisamente las del latín, no cabe en la escolástica... Pero advierto que me adelanto.
Tomado de Historia de la eternidad. Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, vol. I, págs. 360-361.


El tiempo
Se ha dicho que si el tiempo es infinito, el número infinito de vidas hacia el pasado es una contradicción. Si el número es infinito ¿cómo una cosa infinita puede llegar hasta ahora? Pensamos que si un tiempo es infinito, creo yo, ese tiempo infinito tiene que abarcar todos los presentes y, en todos los presentes, ¿por qué no este presente, en Belgrano, en la Universidad de Belgrano, ustedes conmigo, juntos? ¿Por qué no ese tiempo también? Si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo.
Tomado de Borges oral, Barcelona, Bruguera, 1983, pág. 38.
La escritura
[...] Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi Dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente la negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas transversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
Tomado de «La escritura de Dios», en El Aleph, Obras Completas,
Buenos Aires, Emecé, 1989, Vol. I, pág. 597.